Últimamente tengo un problema: cada día que pasa me parece todavía más que soy algún tipo de bicho raro, un extraño peligroso del que desconfiar y al que mirar de reojo por la calle. Me desayuno, matemáticamente, con alguna noticia en la que me cae un palito: por desmovilizado, por inculto, por imprudente, por soberbio, por cateto y por demás cosas que es mejor no nombrar. Y oye, mira que uno es sufrido, pero al final se acaba cansando.
Confieso, señor juez, mi horrible crimen: me gusta la torre de Pelli en Puerta Triana, igual que me gustan la biblioteca del Prado, los parasoles de la Encarnación o la idea de una Tablada verde. E igual que me gustan, confieso también, el parque de María Luisa, irme de tapas por el Arenal o pasearme por el Alcázar. Pensaba yo que ambas cosas eran compatibles, pero parece que los que reparten el carnet de sevillano no están por la labor y que la única Sevilla “de verdad” es la del albero, las cofradías y los toros en la Maestranza. Tener un pie en cada sitio es imposible, y estar al otro lado es ya directamente sacrílego.
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